El lenguaje se transforma, y transforma, constantemente en nuestras sociedades, más aún con el apoyo de las nuevas tecnologías y la facilidad que dan las redes sociales, ofreciendo a la especie humana abundantes recursos para sus investigaciones y para el intercambio cultural, haciendo evolucionar tanto los sistemas sociales, de interrelación, como los educativos y políticos.
La visión actual del mundo y de la especie humana pugna con los propios valores, poniendo en solfa los conocimientos que se van acrecentando acerca de la propia realidad humana y de su incierto futuro. Los diferentes lenguajes son a la vez vehículo de cultura y producto cultural, por lo que se genera una dialéctica intrínseca a la sociedad, a la que la sociedad no puede ser ajena. Los valores simbólicos del lenguaje llevan a la comprensión de los elementos menos tangibles de los cuerpos de costumbres.
Los nuevos valores provocan inéditos planteamientos que la ética va considerando. Los ideales que guían la conducta y regulan los símbolos, las leyes, las convenciones y los sistemas comunicativos, se nutren de recientes descubrimientos mientras revelan la solidez y al mismo tiempo, dialécticamente, el cambio de algunas de las raíces más profundas de la cultura misma. Si el lenguaje es el ‘índice de la cultura’ para los antiguos antropólogos, bien es verdad que son los simbolismos los que nos autorizan a considerar el lenguaje como ‘vehículo de costumbres’, en su sentido más amplio.
Durante los últimos años se ha producido un cambio vertiginoso en el lenguaje, producido sin duda por la inmediatez de los medios tecnológicos. Se hablan idiomas, se entremezclan signos, símbolos y sonidos, nos entendemos mediante códigos comunes a todos los idiomas, mientras que en el mundo de la tecnología digital se perfila un idioma común en el que predominan los iconos, adaptados a cada lugar y a los movimientos y sonidos de una era globalizada. Esta realidad nos proporciona percepciones diversas a las de las generaciones anteriores y nos obliga a pensar que las vendrán expresiones y modos de actuar ante el lenguaje muy distintas a las nuestras. Debemos aceptar esta realidad con el fin de que el sistema lingüístico siga siendo un cúmulo de procesos abiertos a los cambios culturales y tecnológicos que harán posible la supervivencia de la especie humana.
Tradicionalmente procedemos como si, en su velocidad, la evolución cultural fuera a la par de la biológica. Las decisiones sobre aspectos éticos las tomamos mirando hacia atrás, nunca hacia delante, cuando ya se habla de ética del «mínimo común», seguimos dando por sentado que la moral está tan anquilosada como pretendemos que lo esté el lenguaje.